El lobo

Un bosque. La noche. Una incipiente luna en cuarto creciente salpicando de luz mortecina los claros entre los árboles.
Un cinturón de cuero, gastado, del que cuelgan varios saquitos de tela, algunos más pequeños, otros más grandes y abultados. Una túnica oscura, con algún desgarrón en los bajos, hasta algo más allá de la rodilla. Unos pantalones de color indeterminado, adentrándose en unas botas altas, muy sucias de barro y polvo, cerradas con cordones negros. Una capa de viaje, también sucia, negra como la noche, cerrada en el pecho y cubriendo la cabeza con una holgada capucha.
En la lejanía, el aullido penetrante de lo que parece un lobo, sostenido.
Mucho más cerca, otro lobo aúlla en respuesta, amenazante. El sonido hiela la sangre. A las criaturas por cuyas venas fluye sangre, claro.
Unos ojos sin diferencia cromática entre iris y pupilas, ávidos, mezquinos, quizá diabólicos, observan la dantesca escena desde las sombras de la capucha.
A los pies del hombre yace un lobo descomunal, muerto, ensangrentado. Su oscura sangre se derrama aún, formando un charco a su alrededor, manchando las botas del encapuchado.
Se oye un tercer aullido desgarrador, mucho más cerca que los anteriores.
El hombre levanta la vista del cadáver y mira hacia la luna. Alguna rapaz nocturna, ululando asustada por los aullidos, cruza en ese momento el cielo con un aleteo. De entre los árboles cercanos surgen de pronto unos pares de ojos, rojos de ira, amenazantes, a una altura más baja que la de un hombre bajo, pero considerablemente más alta que la de un pony, acompañados de un rugido. Al poco, surgen otros dos, y luego otra pareja y otra más. Les preceden un cuarto, quinto y sexto aullidos salvajes que anuncian la furia que traen consigo. Ya se unen más ojos y rugidos desde distintas partes del pequeño claro, guturales y terroríficos. No hay rastro de la rapaz, pero el hombre sigue de pie, mirando la luna.
De repente, las primeras patas, enormes, peludas, con sendas garras implacables, se posan sobre el claro expuestas a la luz de la luna, levantando pequeñas nubes de tierra al impactar contra el suelo.
En los ojos del hombre, pura oscuridad, las pupilas parecen abrirse súbitamente y engullir toda negrura a su alrededor.
Los rugidos se hacen ensordecedores al tiempo que el clan de huargos irrumpe de forma salvaje en el claro y se precipita hacia el encapuchado.
Un chasquido, la capa negra revolotea... y el hombre ya no está.